miércoles, 10 de agosto de 2011

DE VUELTA A CASA

        Hoy y aquí empieza mi viaje de vuelta a casa. He pasado un mes en este país de grandes contrastes y vuelvo a casa con los ojos llenos de quimeras. Debo admitir que me voy de aquí muy a mi pesar y con lágrimas  en las mejillas. Pues me ha dado tiempo a soñar y despertarme y sobre todo darme cuenta de que adoro este país. Me voy jurándome a mi mismo, que volveré algún día a este maravilloso lugar y me quedare a vivir.

Miro por la ventanilla de mi autobús y mis ojos pasan por inmensos campos de cultivo. Grupos de hombres de distintas razas riegan el campo con su sudor. Senegaleses, guineanos, marroquíes, africanos en su gran mayoría trabajan las tierras por un mísero sueldo inestable que no les da más que para sobrevivir. No tienen casas. Sólo tienen sueños que en muchas ocasiones no llegarán a ser cumplidos. Sus espaldas mojadas brillan por el efecto del sudor bajo el abrasador sol del verano. Pero eso no le importa a nadie. “Es normal, para eso se les paga” dice la gente de esta tierra. Pero lo dicen porque no son sus manos las que encallecen, no son sus riñones los que doloridos, cuando la luna sale, reposan sobre colchonetas malolientes hacinadas en el suelo. No fueron sus familias las que tuvieron que guardar moneda a moneda el dinero necesario, para que su hijo o su hermano se jugase la vida en una patera abarrotada, para llegar aquí. Solo dicen “es normal, para eso se les paga”.
Cuando me venga definitivamente a vivir les ayudaré con eso.

        Si una de esas personas de aquí, trabajaran esa misma tierra, cobrarían cuanto menos el doble de lo que ellos cobran, tendrían una seguridad social, un horario más razonable, y cuando llegaran a sus casas, descansarían en una cama bajo un techo limpio y pintado. Pero “es normal, para eso se les paga”.

        Mi corazón se rompe viéndolos trabajar. Comprendo perfectamente lo que sienten. Yo si soy capaz de verlo. Reconozco el dolor de las heridas en sus manos, la añoranza y la soledad de sus corazones. Siento como mías muchas cosas que no están a vista de otros. Y que ellos no contarán por orgullo. Sus miradas huidizas cuentan lo que ellos quieren, que los demás sepan. Pero la gran mayoría de ellos sienten compasión de si mismos cuando se miran a un espejo. Yo me he parado a escuchar sus lamentos y he hecho mías muchas de sus desgracias.

        He sacado algunas conclusiones de nuestras conversaciones. Pero hay algunas que me llegaron al alma. Viajo con varios de esos trabajadores y hace algunos momentos mi compañero de asiento me contaba su visión de esta situación.
- Muchos años atrás los blancos iban a mi país y se llevaban a nuestros antepasados por la fuerza, para hacer el mismo trabajo que ahora hacemos nosotros. No les pagaban mucho, pero les daban una casa, comida suficiente y trabajo para toda la familia, durante toda su vida. Ahora sin embargo tenemos que pelear entre nosotros para conseguir un día de trabajo. Entonces no estaban tan mal vistos como ahora. Tenían alguien que sacaba la cara por ellos aunque fuera el mismo que los obligaba a trabajar. Muchos azotaban sus espaldas si no trabajaban ahora azotan nuestros corazones porque queremos hacerlo. Trabajaban la tierra de otros, por un mísero sueldo que no daba más que para ahorrar unas monedas, pero tenían sus necesidades cubiertas. Ahora, dime la verdad ¿En qué ha cambiado la situación? En el fondo seguimos siendo esclavos. La diferencia está en que ellos lo hacían a la fuerza y nosotros ahora pagamos mucho dinero a un mafioso, para ser esclavos. Pero esclavos de una fantasía.
- ¿Esclavos de una fantasía?- Preguntó el guineano que iba detrás de nosotros.- Yo no soy esclavo de nada, ni de nadie.
- Si, eso es lo que somos. Antes de los blancos nuestros antepasados vivían en chozas de paja y barro. Cuidaban de sus familias, de sus animales y de sus tierras. Ignoraban lo que había más allá del mar. Eran pobres y felices. Entonces llegaron los blancos, se llevaron muchas de nuestras riquezas y nos dejaron muchas de sus enfermedades, como la codicia y los sueños de grandeza. Nos enseñaron que se podía vivir mejor. Nos metieron nuevos ideales en la cabeza. Y cuando nos ponemos en marcha para conseguirlos nos desprecian y nos los niegan por el color de nuestra piel. Ellos no tuvieron ningún reparo en ir a nuestras tierras y matar a nuestros animales, llevarse nuestra gente y lucir victoriosos en sus casas y museos, lo que nos arrebataron.

Ahora entiendo lo que quiere decirme. Esclavos por el color de la piel. Esclavos de los sueños de otros. Esclavos. Mientras hablaba ha roto a llorar y yo le he acompañado. Sin embargo, el del asiento trasero, ha visto la cruda realidad y se está revelando contra ella.
- No lloréis. Nosotros somos más que ellos. Obliguémosles a que paren el autobús y huyamos.
- Ellos están armados y nosotros no.- Le digo tratando de apaciguarle.
- ¡Cállate negro!- Me grita.- Yo no pienso volver. He pagado mucho dinero por estar aquí, he arriesgado mi vida en una patera, me han puesto la miel en los labios y no voy a irme sin probarla. No quiero volver a pasar hambre. Aquí no tengo nada pero allí tampoco. En mi pueblo no me espera nadie.

Al oír esto mi familia vuelve a mi recuerdo. Todo lo que luchamos para conseguir que hoy estuviera aquí. Ellos lo vendieron todo. Los dos palmos de tierra que nos tocaba a cada familia en el reparto de tierras y las tres ovejas herencia de nuestros abuelos. Todas las tallas de madera que mi hermano había hecho. Se quedaron sin nada esperando que yo les pudiera mandar algo. No puedo volver con las manos vacías y ver la decepción en sus ojos. Aún puedo ver a mi madre, como si fuera hoy, haciendo las nueve marcas sobre la tierra, la décima debía de ser yo quien la hiciera a mi vuelta, pero todavía es muy temprano. Recuerdo su cara de tristeza, sus gritos de lamento y sus ojos llorosos cuando regaba las huellas que dejaban mis pies mientras salía de casa. El abrazo de mi hermano cuando nos despedimos en el coche que me sacó del pueblo está latiendo en mi pecho. No puedo defraudarle, debo abrirle el camino para cuando le llegue su hora.

        Me tapo la cara con las manos y rezo a Dios. Ayúdame Alá. Ayúdame hoy. Se que no debo pedirte nada pero entiende que me sea difícil aceptar esta dura prueba que me has puesto. Se están poniendo las cosas feas, mis compañeros se están revelando ante la idea de volver y todos saltan y golpean las paredes. El furgón policial se ha parado y oigo gritos. Tengo mucho miedo.

Cuando consigo abrir los ojos descubro horrorizado que varios compañeros han salido corriendo y otros han subido al techo del furgón. Yo no me atrevo a moverme del sitio pero nadie se acerca a mí. Varios policías corren a campo traviesa, en busca de los que consiguieron escapar. Las piernas no me sujetan y tiemblo, pero no sé si es efecto del frío o del miedo. Consigo ponerme en pie y salgo del furgón. Hay varios policías que gritan a los del techo mientras ellos, en su desesperación, se golpean las cabezas contra la chapa que hay bajo sus pies. Lloran y suplican mientras se lamentan de su mala suerte. Hay cámaras de televisión y muchos coches.

Quiero correr pero tengo miedo de ser descubierto porque todavía nadie ha reparado en mí. Doy un paso atrás y miro el barullo que hierve por todas partes. Hay mucho ruido pero yo solo escucho los latidos de mi corazón. Doy otro paso atrás y una de las chicas que sujetan la cámara me mira. Sin embargo aunque ella me mira a mí, el objetivo no se aparta de los que gritan sobre el techo del furgón. Nuestros ojos se miran un momento pero yo no puedo mantenerla la mirada. Entre tanto revuelo el mundo parece haberse detenido en sus ojos. Doy otro paso atrás mientras la miro y ella no se mueve. Pienso que debería echar a correr pero el miedo atenaza mis músculos. Ando un poco más sin darla la espalda. No puedo entender que los mismos policías que antes nos vigilaban con tanto recelo, ahora no reparen en mí. Mi corazón va a estallar y mi respiración se acelera cada vez más. Doy un paso más, lentamente y ahora el autobús me sirve de parapeto por lo que los policías no puede verme, pero ella sí. Me agacho entre los matorrales mientras nos seguimos mirando. Ahora no puedo apartar la mirada de la suya y no se cual de las dos refleja más nerviosismo.

Señala con un dedo en una dirección, y sin saber porque echo a andar a gatas entre los matorrales, hacia donde ella me ha indicado. Sin embargo ahora no puedo parar. Corro despavorido entre los matorrales junto a la carretera. Atravieso un campo de olivos pero aquí estoy al descubierto y tengo miedo. Me detengo un momento pues mi pie desnudo sangra de nuevo, me arranco el palo con el que me pinché, y entre la carne sonrosada sale sangre roja, muy roja, tanto como la de ellos. Y una mano blanca, muy blanca, me agarra fuertemente por el hombro.
- Está aquí.- Grita mientras yo sigo rezando con los ojos cerrados.- ¿Porqué no te presentas a las olimpiadas? ¿Sabes lo que ha costado alcanzarte?.- Consigo levantar los ojos y por fin la veo. Es ella. Su cara está colorada más que sonrosada y respira trabajosamente.- No tengas miedo, voy a ayudarte. Sólo te pido una cosa a cambio, cuéntale tu historia a mi cámara.- Me gustaría saber que me dice, pero su sonrisa me da la tranquilidad que había perdido.- ¿De acuerdo? Me dice mientras me tiende su mano.
- Pan.
- ¿Tienes hambre?
- Hambre.- Son las únicas palabras que sé en su idioma, pero me han sacado de algún que otro apuro. Creo que ella me enseñará más. Su sonrisa me lo dicho. Ahora lo sé.



 Autora: Nuria L. Yágüez


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