jueves, 5 de mayo de 2011

DOCE INVITADOS A MI MESA


 Abraham Dispuso todo  tal  y  como  le habrían ordenado. Estuvo aireando el salón azul desde muy temprano para quitarle el olor a cerrado y quitó las sábanas blancas, que protegían los muebles del polvo añejo. Limpió meticulosamente hasta el último rincón y sacó brillo a los candelabros de plata inglesa. Colocó las velas rojas en la misma disposición que al señor le gustaba, la más alta en el centro y las demás colocadas a lo largo de la mesa decreciendo en altura. Puso las rosas, doce como siempre, en el jarrón de cristal y plata que el señor hizo traer desde Venecia. Ya por la tarde abrió las tres mejores botellas de vino que el señor conservaba en su bodega y lo sirvió en las escanciadoras de cristal para que respiraran. Trajo la leña necesaria para mantener la chimenea durante todo el día y la encendió para ir caldeando el ambiente. Extendió el mantel de lino, sobre la larga mesa de madera, e inspiró con fuerza el olor a plancha reciente. Colocó las copas de cristal de Murano y dispuso platos y cubiertos como mandaban los cánones.

Cuando todo estuvo dispuesto con la exquisitez de la que Abraham siempre hacía gala, se concedió el lujo de sentarse en el sillón de piel marrón de su señor, cosa que nunca antes había hecho y miró con tristeza todos los preparativos. Le invadió una gran nostalgia y aunque su rostro no se permitió mostrar sus sentimientos, su corazón se inundó con su amargo llanto.

Nunca se concedió un lujo. Nunca se tomó unas vacaciones. Y un solo día faltó a sus quehaceres, en los 45 años que llevaba sirviendo en aquella casa, cuando le tuvieron que poner un audífono, porque ya no era capaz de escuchar las llamadas de su señor. Y se sintió mal por ello.

Nunca se permitió sentir. Nunca se le oyó decir una palabra que alguien no esperara que fuera dicha. Una sola lágrima había rodado por su mejilla desde que dejó la infancia atrás para ir a trabajar con su señor. Una sola lágrima. Una sola demostración que le recordó que lo que latía en su interior era un corazón. Una sola lágrima que cayó sobre su pecho en el entierro de su señor y sonó como un golpe de tambor por el vacío que esa muerte dejaba en lo más profundo de su ser. El era la imagen más parecida a la amistad que había conocido.

Todo el dinero que había ahorrado, en tantos años de trabajo, lo dio por bien empleado en mantener por si sólo aquella casa, que su señor le legó tras su muerte, tal y como había permanecido desde que la conoció.  Ahora once meses después tenía todos los preparativos para la cena que su señor celebraba todos los años el 1 de noviembre desde hacía once años. Sin embargo ese año nadie acudiría a la cena pues él no tenía a nadie a quien invitar. Suspiró y sintió que con el suspiro perdía la energía que le había acompañado durante toda su vida.

Hizo un último esfuerzo y se levantó, encendió las velas y con sumo esmero sirvió la cena en los 12 platos. Cuando iba a abandonar el salón escuchó una voz a su espalda.
-       Gracias Abraham todo está perfecto.

Abraham se dio la vuelta y vio a su señor tal y como le recordaba. Vestido con la elegancia que aquella cena requería y apoyado sobre su bastón.
-       Señor ha sido un placer, como siempre.- sentenció Abraham sin una muestra de asombró en su rostro.
-       ¿No te sorprende verme aquí?
-       No esperaba menos de usted. Desde hace diez años nunca faltó a esta cena. ¿Por qué este año iba a ser menos? Lo que siento es no haber invitado a nadie.
-       Diez años celebrando la misma cena, el mismo día. Un servicio más a la mesa cada año. Jamás viste llegar a ningún invitado pero sabías que siempre se terminaba con todo lo que habías preparado. ¿Nunca te preguntaste como o porqué?
-       Yo no estoy aquí para cuestionar sus actos. Si usted lo disponía así sus razones tendría.- Abraham respondió con la elegancia de la que siempre hacía gala.
-       Desde hace diez años, el día de todos los santos invito a la cena a un muerto que se haya merecido sentarse a nuestra mesa. Imagínate, muertos ilustres, muertos desconocidos, muertos venerados, muertos de tercera, muertos de hambre, todos sentados a la misma mesa. Es fantástico. De esta forma formalicé mi amistad con diez amigos que me prepararon el camino para poder sentarme hoy a la mesa, como uno de ellos, y disfrutar de la cena.

Abraham, fiel a sus costumbres no se cuestionó la explicación de su señor, porque nunca lo hizo. Sencillamente echó cuentas, diez más uno once.
-       Disculpe señor, entonces creo que he cometido un error, si las cuentas no me fallan sobra un servicio, pues los invitados serían once.
-       No Abraham- dijo el señor poniéndole la mano sobre el hombro- este año hay una excepción porque dos han sido las personas que merecieron sentarse a esta mesa. Así que por favor haznos los honores y siéntate a la mesa con nosotros.

Abraham no comprendía, entonces volvió la cabeza y reparó en su cuerpo sin vida sobre el sillón de piel marrón de su señor. No se cuestionó nada, pues no era su costumbre, no se otorgó el beneficio del sentimiento, porque nunca antes lo había hecho, sencillamente se sentaron a la mesa y disfrutaron de la cena.





 Autora: Nuria L. Yágüez



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